Allá por septiembre del 2014 comenzaba a entrenar sin dolor después de seis meses de intermitentes lesiones y recaídas. Cada día que pasaba me encontraba mejor y en cada carrera acababa más cerca de los primeros. Fue entonces, en la cresta de esa ola llena de optimismo y bravuconería –que me llevaba a creer que podía con todo– cuando me topé con un anuncio de la Rock ‘n’ Roll Madrid Maratón, quedaban dos días para que subiera de precio y, para qué engañarnos, me apunté sin pensarlo suficientemente.
Iba a ser mi primera maratón, pero en ningún
momento me sentí como un principiante, sabía que entrenando lo necesario podía
acercarme a las 3 horas. Y eso son palabras mayores, para conseguirlo tenía que
empezar cuanto antes.
Hasta navidad, los entrenamientos iban según lo
previsto pero, en lugar del turrón, quienes volvieron fueron las lesiones.
Quedaba mucho tiempo para la maratón pero parar implicaba cambiar de objetivo,
así que me disfracé de mi propio peor enemigo y tuve la mejor idea que pudo
ocurrírsele: “¿Y si sigo con el plan inicial hasta que me acostumbre al
dolor?”.
Durante la época de medias maratones lo intenté
hasta el punto de completar 3 y acabarlas arrastrándome. Especialmente la
última, en Elche tomé la salida con bastante dolor. Un dolor patrocinado por mi
último compañero de viaje, el síndrome de la cintilla iliotibial. Para quien no
conozca la lesión, se puede resumir en que no se la deseo ni a los miembros del
gobierno. Ese día, en Elche, acabé andando tres amargos kilómetros llenos de
rabia e impotencia. La rodilla se me bloqueó y temí una rotura de menisco o
ligamentos.
La semana siguiente estuve muy cerca en varias
ocasiones de vender mi dorsal. A estas alturas llevaba meses sin hacer el
volumen necesario para la marca que me había planteado. Me encontraba incluso
lejos de poder correr antes del verano, a un mes de la carrera.
Fue entonces cuando cambié mi objetivo a uno igual
o todavía más ambicioso, acabar la maratón dadas las nuevas circunstancias.
Empecé a buscar el milagro con estiramientos que hay en la red, masajes con
todas las cremas que encontraba por casa, calor, frío, contrastes, hidromasaje,
parches de calor... Solo me faltó visitar a un curandero y rezar al dios Jonsu.
Al mismo tiempo, debía hacer lo posible por llegar
en forma. Nunca había corrido más de 21 km seguidos, iba a parar un mes y correr 42.
Por lo que cambié la camiseta de atletismo por el maillot de ciclismo, el
pantalón por el bañador y las zapatillas por guantes de boxeo.
Los días pasaban demasiado rápido y el dolor
permanecía. A dos semanas de la competición andaba con normalidad y probé a
trotar suavemente, a los 3
kilómetros el dolor ya me mataba. Después de esto,
cuando más desanimado estaba, empecé a notar mejorías, tanto es así que decidí
apuntarme al 10k de Jacarilla.
La carrera dio lugar 7 días antes de la maratón. Tenía que
probarme, si no era capaz de hacer 10, ¿cómo iba a poder con 42? Desde un
principio, las sensaciones eran positivas, salí despacio pero en dos kilómetros
todo iba tan bien que decidí subir el ritmo, a 100 metros estaban José
Luis y Francis y los alcancé para acabar con ellos a un ritmo exigente pero sin
forzar al máximo, en 43 minutos. El hecho de que el dolor fuera muy suave y
solo al final le dio un último empujón a mi motivación, ahí supe que me pondría
el dorsal.
Me tomé esta última semana con la poca
tranquilidad que me era posible: comiendo y durmiendo menos de lo recomendado.
El jueves viajé a Madrid, redescubriendo que si los huecos entre asientos de
los autobuses no están hechos para personas altas, mucho menos para personas
con dolor de rodilla. El viernes fui a recoger el dorsal prudentemente
temprano, en la feria del corredor estaban los mejores productos, los mejores
atletas y la peor organización. Obligaban a todo el mundo a recoger el dorsal y
entrar en una laberíntica feria, esto unido a las nuevas normas del
ayuntamiento en cuanto aforo de recintos, provocó por la tarde y durante todo
el sábado colas de más de dos horas. Lo último que necesita alguien que pretende
correr una maratón.
El sábado por la tarde me enteré de que iba a
llover sí o sí. Y así fue, domingo a las 5:45 suena el despertador y yo ya
llevo bastante tiempo despierto oyendo la lluvia y sintiendo un sinfín de
dolores, recordándome a mí mismo que todos están en mi cabeza. Es hora de un
buen desayuno a base de tostadas, pavo y nolotil. Termino de vestirme y lo
preparo todo para correr bajo la lluvia, además de geles, el billete de metro,
móvil, dinero, papel higiénico (nunca se sabe) y una pomada que me regalaron en
la feria del corredor. Cuando ya no tengo nada que envidiar a Doraemon es
momento de salir a mojarse.
Ya en la calle descubro que no hace frío y la
lluvia es más suave, me cuesta menos mojarme un poco que buscar el paraguas.
Cuando llego al parque de El Retiro mi miedo de no saber cómo llegar al
guardarropas se disipa en cuanto me arrastra una masa de corredores, todos con
la misma dirección. He llegado con tiempo y no tengo que hacer cola ni para el
guardarropas ni wc. La lluvia empieza a apretar pero como es momento de
calentar un poco me resulta incluso agradable.
Como hice la inscripción cuando era un deportista
joven y atlético dispuesto a comerse el mundo, mi cajón es el segundo, la de
gente que hay hacinada en cajones posteriores es impresionante pero yo tengo
sitio de sobra para carreritas, estiramientos y fotos. Los minutos previos a la
carrera son indescriptibles, por megafonía se da la bienvenida en varios
idiomas a los más de 8.000 extranjeros mientras se escuchan gritos de euforia y
nervios incontenidos, abrazos y cientos de relojes mirando al cielo,
concretando la señal con el GPS.
A las 9:00 se da la salida, andamos durante unos
cinco minutos hasta que se van creando espacios. En ese momento miro las caras
de otros corredores, todos tienen una historia detrás de esa maratón como la
que yo narro y quisiera oírlas todas. Pero no es el momento, las piernas
empiezan a coger ritmo y comenzamos a subir por el Paseo de la Castellana hacia
la plaza de Castilla y la estación de Chamartín, es un tramo ascendente de 6 km pero el aglomerado de
corredores me lleva a 5:15 y voy muy sobrado, tanto es así que una chica del
público intenta cruzar la carretera con la mala suerte –para ella– de topar
conmigo y caer al suelo, treinta kilómetros más tarde habríamos cambiado los
papeles.
A partir del kilómetro 8 comenzamos a bajar todo
lo que habíamos subido, las piernas me van solas por debajo de 4:45, necesito
tener la cabeza fría (sé lo que estáis pensando, ¿tú? ¿cabeza fría?) y recordar
todos los consejos, el objetivo es acabar. Llegando al kilómetro 10 aprieta la
lluvia, pero sigue sin molestarme lo más mínimo. Durante los siguientes
kilómetros, las mujeres me gritan de todo, me siento sexy con las tiritas en
los pezones pero descubro que no es por eso. A mi lado corre un famoso actor,
ídolo de quinceañeras y de no tan quinceañeras. Al parecer me encuentro en un
grupo que le ‘protege’ aunque, antes del 14 se me acaba el chollo, separan la
maratón de la media y me quedo solo, sin gritos de señoras histéricas ni nada.
Tomo mi primer gel y, después de unos divertidos
toboganes llego a otras de las zonas emblemáticas de Madrid: Gran Vía, Callao,
Puerta del Sol, Catedral de la Almudena, Palacio Real, Plaza de España y Templo
de Debod, a cuya altura está situada la media maratón. Toda esta zona está
plagada de público, muchos sin paraguas, calándose con nosotros y empujando de
forma que paso por los 21 en 1:47 con mucha facilidad y prudencia, lo peor está
al llegar.
Tan pronto como que en el kilómetro 22 me empieza
a doler la cintilla y justo empieza un largo descenso, lo cual acrecenta mucho
el dolor. Aparecen las primeras dudas: si me duele ya, ¿hasta dónde podré
llegar?
Hasta el 26, la gente anima sin parar pero
entramos en Casa de Campo y nos quedamos solos: trece mil maratonianos, mi
dolor en la rodilla y yo. Comienzo a correr a un ritmo notablemente más lento,
a unos 5:30, todavía no estoy muy cansado pero el dolor aprieta, la lluvia y el
viento empiezan a molestar y aparecen incluso nuevos dolores y roces, no tiene
buena pinta.
A la salida de Casa de Campo me encuentro el
diluvio universal. No sé si estoy en el Manzaneres o atravesando el puente que
lo cruza, a la altura del Vicente Calderón los voluntarios parecen -son- héroes
de guerra y nosotros los heridos. Literalmente, volvemos a bajar y mucha gente
resbala, hay varios corredores en el suelo y a muchos los calambres no les
dejan ponerse en pie sin la ayuda del público, el espectáculo es desolador. No
voy mejor que ellos, así que extremo las precauciones e incluso ando en las
zonas más complicadas.
Del 32 en adelante todo es subida, tenemos los
pies calados y es muy difícil seguir un ritmo. Muchos optan por andar, otros ya
hace tiempo que corremos por encima de los 6 minutos por kilómetro. A estas
alturas se me van tensando todos los músculos de la pierna “buena” y procuro
echarme réflex cada vez que veo a un patinador. Mis piernas han elegido no
seguir, pero mi cabeza decide acabar como sea.
Del 35 al 39 subimos largas pendientes, de esas
que cuando haces cumbre descubres que no acaban jamás. El público está
entregadísimo, todos te gritan que está ya, que ya acaba. Y no sabes si darles
un abrazo o mandarlos a que la corran ellos. Las fuerzas empiezan a estar
justas y paro a andar dos veces brevemente, un poco de automasaje como
buenamente puedo y otra vez para arriba.
Hacia el 40 la lluvia para, el terreno se allana y
ya me veo con la medalla en el pecho, dos kilómetros se hacen aunque me tenga
que arrastrar. Pero, en plena euforia siento como si me arrancaran los
cuádriceps, no consigo ni andar y entro en pánico.
A los pocos segundos recupero el control y me
acuerdo de la pomada que me regalaron en la feria del corredor, me masajeo con
ella todo lo que puedo. Estoy parado en el 41 y unos 500 corredores me
adelantan recordándomelo. Hasta que consigo mover las piernas, ando un poco,
pasico a pasico, y troto muy suave hasta El Retiro. Entro y me llega el
subidón, una emoción indescriptible. 300 metros en los que solo soy capaz de reír,
llorar, gritar... De todo menos de correr. Tengo la firme opinión de que, si la
carrera tiene medio metro más, no llego. Finalmente llego en 3 horas 57 minutos
y 41 segundos.
Cruzar esa meta hizo que absolutamente todo
mereciera la pena. Me
sentí mejor que el ganador. Acabar un maratón no es nada del otro mundo, pero
acabarlo en mis condiciones no es de este.
Las penurias no acabaron ahí. Después pasé frío,
dolor, más dolor y todavía más dolor. Aunque todo esto importa un poco menos
con los 42.195 metros
a las espaldas y la medalla colgada en el cuello.