lunes, 4 de mayo de 2015

Gotica a gotica por Dani F.


Allá por septiembre del 2014 comenzaba a entrenar sin dolor después de seis meses de intermitentes lesiones y recaídas. Cada día que pasaba me encontraba mejor y en cada carrera acababa más cerca de los primeros. Fue entonces, en la cresta de esa ola llena de optimismo y bravuconería –que me llevaba a creer que podía con todo– cuando me topé con un anuncio de la Rock ‘n’ Roll Madrid Maratón, quedaban dos días para que subiera de precio y, para qué engañarnos, me apunté sin pensarlo suficientemente.


Iba a ser mi primera maratón, pero en ningún momento me sentí como un principiante, sabía que entrenando lo necesario podía acercarme a las 3 horas. Y eso son palabras mayores, para conseguirlo tenía que empezar cuanto antes.

Hasta navidad, los entrenamientos iban según lo previsto pero, en lugar del turrón, quienes volvieron fueron las lesiones. Quedaba mucho tiempo para la maratón pero parar implicaba cambiar de objetivo, así que me disfracé de mi propio peor enemigo y tuve la mejor idea que pudo ocurrírsele: “¿Y si sigo con el plan inicial hasta que me acostumbre al dolor?”.

Durante la época de medias maratones lo intenté hasta el punto de completar 3 y acabarlas arrastrándome. Especialmente la última, en Elche tomé la salida con bastante dolor. Un dolor patrocinado por mi último compañero de viaje, el síndrome de la cintilla iliotibial. Para quien no conozca la lesión, se puede resumir en que no se la deseo ni a los miembros del gobierno. Ese día, en Elche, acabé andando tres amargos kilómetros llenos de rabia e impotencia. La rodilla se me bloqueó y temí una rotura de menisco o ligamentos.

La semana siguiente estuve muy cerca en varias ocasiones de vender mi dorsal. A estas alturas llevaba meses sin hacer el volumen necesario para la marca que me había planteado. Me encontraba incluso lejos de poder correr antes del verano, a un mes de la carrera.

Fue entonces cuando cambié mi objetivo a uno igual o todavía más ambicioso, acabar la maratón dadas las nuevas circunstancias. Empecé a buscar el milagro con estiramientos que hay en la red, masajes con todas las cremas que encontraba por casa, calor, frío, contrastes, hidromasaje, parches de calor... Solo me faltó visitar a un curandero y rezar al dios Jonsu.

Al mismo tiempo, debía hacer lo posible por llegar en forma. Nunca había corrido más de 21 km seguidos, iba a parar un mes y correr 42. Por lo que cambié la camiseta de atletismo por el maillot de ciclismo, el pantalón por el bañador y las zapatillas por guantes de boxeo.

Los días pasaban demasiado rápido y el dolor permanecía. A dos semanas de la competición andaba con normalidad y probé a trotar suavemente, a los 3 kilómetros el dolor ya me mataba. Después de esto, cuando más desanimado estaba, empecé a notar mejorías, tanto es así que decidí apuntarme al 10k de Jacarilla.

La carrera dio lugar 7 días antes de la maratón. Tenía que probarme, si no era capaz de hacer 10, ¿cómo iba a poder con 42? Desde un principio, las sensaciones eran positivas, salí despacio pero en dos kilómetros todo iba tan bien que decidí subir el ritmo, a 100 metros estaban José Luis y Francis y los alcancé para acabar con ellos a un ritmo exigente pero sin forzar al máximo, en 43 minutos. El hecho de que el dolor fuera muy suave y solo al final le dio un último empujón a mi motivación, ahí supe que me pondría el dorsal.

Me tomé esta última semana con la poca tranquilidad que me era posible: comiendo y durmiendo menos de lo recomendado. El jueves viajé a Madrid, redescubriendo que si los huecos entre asientos de los autobuses no están hechos para personas altas, mucho menos para personas con dolor de rodilla. El viernes fui a recoger el dorsal prudentemente temprano, en la feria del corredor estaban los mejores productos, los mejores atletas y la peor organización. Obligaban a todo el mundo a recoger el dorsal y entrar en una laberíntica feria, esto unido a las nuevas normas del ayuntamiento en cuanto aforo de recintos, provocó por la tarde y durante todo el sábado colas de más de dos horas. Lo último que necesita alguien que pretende correr una maratón.

El sábado por la tarde me enteré de que iba a llover sí o sí. Y así fue, domingo a las 5:45 suena el despertador y yo ya llevo bastante tiempo despierto oyendo la lluvia y sintiendo un sinfín de dolores, recordándome a mí mismo que todos están en mi cabeza. Es hora de un buen desayuno a base de tostadas, pavo y nolotil. Termino de vestirme y lo preparo todo para correr bajo la lluvia, además de geles, el billete de metro, móvil, dinero, papel higiénico (nunca se sabe) y una pomada que me regalaron en la feria del corredor. Cuando ya no tengo nada que envidiar a Doraemon es momento de salir a mojarse.


Ya en la calle descubro que no hace frío y la lluvia es más suave, me cuesta menos mojarme un poco que buscar el paraguas. Cuando llego al parque de El Retiro mi miedo de no saber cómo llegar al guardarropas se disipa en cuanto me arrastra una masa de corredores, todos con la misma dirección. He llegado con tiempo y no tengo que hacer cola ni para el guardarropas ni wc. La lluvia empieza a apretar pero como es momento de calentar un poco me resulta incluso agradable.

Como hice la inscripción cuando era un deportista joven y atlético dispuesto a comerse el mundo, mi cajón es el segundo, la de gente que hay hacinada en cajones posteriores es impresionante pero yo tengo sitio de sobra para carreritas, estiramientos y fotos. Los minutos previos a la carrera son indescriptibles, por megafonía se da la bienvenida en varios idiomas a los más de 8.000 extranjeros mientras se escuchan gritos de euforia y nervios incontenidos, abrazos y cientos de relojes mirando al cielo, concretando la señal con el GPS.

A las 9:00 se da la salida, andamos durante unos cinco minutos hasta que se van creando espacios. En ese momento miro las caras de otros corredores, todos tienen una historia detrás de esa maratón como la que yo narro y quisiera oírlas todas. Pero no es el momento, las piernas empiezan a coger ritmo y comenzamos a subir por el Paseo de la Castellana hacia la plaza de Castilla y la estación de Chamartín, es un tramo ascendente de 6 km pero el aglomerado de corredores me lleva a 5:15 y voy muy sobrado, tanto es así que una chica del público intenta cruzar la carretera con la mala suerte –para ella– de topar conmigo y caer al suelo, treinta kilómetros más tarde habríamos cambiado los papeles.


A partir del kilómetro 8 comenzamos a bajar todo lo que habíamos subido, las piernas me van solas por debajo de 4:45, necesito tener la cabeza fría (sé lo que estáis pensando, ¿tú? ¿cabeza fría?) y recordar todos los consejos, el objetivo es acabar. Llegando al kilómetro 10 aprieta la lluvia, pero sigue sin molestarme lo más mínimo. Durante los siguientes kilómetros, las mujeres me gritan de todo, me siento sexy con las tiritas en los pezones pero descubro que no es por eso. A mi lado corre un famoso actor, ídolo de quinceañeras y de no tan quinceañeras. Al parecer me encuentro en un grupo que le ‘protege’ aunque, antes del 14 se me acaba el chollo, separan la maratón de la media y me quedo solo, sin gritos de señoras histéricas ni nada.

Tomo mi primer gel y, después de unos divertidos toboganes llego a otras de las zonas emblemáticas de Madrid: Gran Vía, Callao, Puerta del Sol, Catedral de la Almudena, Palacio Real, Plaza de España y Templo de Debod, a cuya altura está situada la media maratón. Toda esta zona está plagada de público, muchos sin paraguas, calándose con nosotros y empujando de forma que paso por los 21 en 1:47 con mucha facilidad y prudencia, lo peor está al llegar.

Tan pronto como que en el kilómetro 22 me empieza a doler la cintilla y justo empieza un largo descenso, lo cual acrecenta mucho el dolor. Aparecen las primeras dudas: si me duele ya, ¿hasta dónde podré llegar?

Hasta el 26, la gente anima sin parar pero entramos en Casa de Campo y nos quedamos solos: trece mil maratonianos, mi dolor en la rodilla y yo. Comienzo a correr a un ritmo notablemente más lento, a unos 5:30, todavía no estoy muy cansado pero el dolor aprieta, la lluvia y el viento empiezan a molestar y aparecen incluso nuevos dolores y roces, no tiene buena pinta.

A la salida de Casa de Campo me encuentro el diluvio universal. No sé si estoy en el Manzaneres o atravesando el puente que lo cruza, a la altura del Vicente Calderón los voluntarios parecen -son- héroes de guerra y nosotros los heridos. Literalmente, volvemos a bajar y mucha gente resbala, hay varios corredores en el suelo y a muchos los calambres no les dejan ponerse en pie sin la ayuda del público, el espectáculo es desolador. No voy mejor que ellos, así que extremo las precauciones e incluso ando en las zonas más complicadas.

Del 32 en adelante todo es subida, tenemos los pies calados y es muy difícil seguir un ritmo. Muchos optan por andar, otros ya hace tiempo que corremos por encima de los 6 minutos por kilómetro. A estas alturas se me van tensando todos los músculos de la pierna “buena” y procuro echarme réflex cada vez que veo a un patinador. Mis piernas han elegido no seguir, pero mi cabeza decide acabar como sea.

Del 35 al 39 subimos largas pendientes, de esas que cuando haces cumbre descubres que no acaban jamás. El público está entregadísimo, todos te gritan que está ya, que ya acaba. Y no sabes si darles un abrazo o mandarlos a que la corran ellos. Las fuerzas empiezan a estar justas y paro a andar dos veces brevemente, un poco de automasaje como buenamente puedo y otra vez para arriba.

Hacia el 40 la lluvia para, el terreno se allana y ya me veo con la medalla en el pecho, dos kilómetros se hacen aunque me tenga que arrastrar. Pero, en plena euforia siento como si me arrancaran los cuádriceps, no consigo ni andar y entro en pánico.

A los pocos segundos recupero el control y me acuerdo de la pomada que me regalaron en la feria del corredor, me masajeo con ella todo lo que puedo. Estoy parado en el 41 y unos 500 corredores me adelantan recordándomelo. Hasta que consigo mover las piernas, ando un poco, pasico a pasico, y troto muy suave hasta El Retiro. Entro y me llega el subidón, una emoción indescriptible. 300 metros en los que solo soy capaz de reír, llorar, gritar... De todo menos de correr. Tengo la firme opinión de que, si la carrera tiene medio metro más, no llego. Finalmente llego en 3 horas 57 minutos y 41 segundos.

Cruzar esa meta hizo que absolutamente todo mereciera la pena. Me sentí mejor que el ganador. Acabar un maratón no es nada del otro mundo, pero acabarlo en mis condiciones no es de este.

Las penurias no acabaron ahí. Después pasé frío, dolor, más dolor y todavía más dolor. Aunque todo esto importa un poco menos con los 42.195 metros a las espaldas y la medalla colgada en el cuello.