Los días en que las iba a correr, estas carreras
dejaron de latir, pidiendo a golpes salírseme del pecho.
En la
primera de ellas, un diez mil urbano organizado por la cofradía del Ecce-Homo,
madrugué tanto el dos de noviembre que casi me despierto en octubre, me dio
tiempo a preparar cada mínimo detalle. A la sexta o séptima vez que repasé que
lo llevara todo me di cuenta de que solo faltaba yo mismo pero bueno, todos nos
dejamos algo insignificante en casa el día de la carrera.
Nada
más llegar me uní a una de las parejas más en forma del club: Fran y Sabrina,
cronistas de pro y, a la postre, carne de pódium. Hicimos el típico
calentamiento en el que la mitad de corredores evalúan a sus posibles rivales
y, la otra mitad, un posible wc.
De la
carrera en sí recuerdo caras conocidas y amigas en casi todas las calles
intentando darme unas fuerzas que no encontraba en mis piernas. Pese a ellas y
a no ser el circuito todo lo llano que esperaba hice mi mejor 10k hasta la
fecha, en unos todavía muy mejorables 39:45.
Y, de
pronto, una semana un poco más dura de lo normal después, llegó el día de la
Ori-Muela, una de esas carreras que te quitan las ganas de volver a hacerlas
durante cinco días y te pasas los otros trescientos sesenta deseando volver a
correrla.
Inexplicablemente
pasé las veinticuatro horas pre-carrera más tranquilas que recuerdo,
probablemente conocer cada hierbajo y saber que no me encontraba en condiciones
de acercarme a mi mejor tiempo me ayudó a tomarme la carrera -como James Bond
los Martini- agitada, no removida.
Llegamos
Rafa y yo con tiempo para hacer un poco de piña con el resto de pasiqueros y
calentamos un rato junto a Javi hasta que, sin darme cuenta cómo, ya estaba dentro
de un pelotón más inquieto que en carreras llanas. La salida siempre es la
parte más difícil, durante un kilómetro la gran mayoría sale en estampida para
llegar en la mejor posición posible al inicio de la subida a la cruz. Con las
primeras rampas me vienen a la mente míticos finales en alto de las grandes
carreras ciclistas por cómo se hace mil pedazos el pelotón.
Y ahí
estaba yo, en uno de los primeros cuarenta pedazos, locura que pagué en mis
rampas favoritas. Y aunque los ánimos eran constantes, no era mi día. Acabé en
31:15, a más de dos minutos de mi mejor marca.
Lo
mejor de la mañana fue la bajada medio suicida que me brindé, como un niño
lanzándose de cabeza en los donuts del Aquapark. Y sobre todo el compartir con
varios amigos risas y un buen bocadillo en el polideportivo de Montepinar.
El
siguiente domingo fue el turno de “Con diabetes se puede”, casi cinco
kilómetros con salida y meta en la glorieta Gabriel Miró. El día antes, quién
sabe cómo ni por qué, me sentí como un toro, lo que me produjo una inesperada
ilusión por hacer buena carrera -con sus correspondientes horas en vela-.
Por la
mañana me costó un poco pero volví a encontrar las sensaciones. Ya con ellas y
sumado al ánimo de los más de treinta pasiqueros que nos juntamos, empezó lo
bueno.
Todas
las “tácticas de carrera”, ritmos previstos y ataduras iniciales se me soltaron
a los quince metros, me encontraba bien e iba a aprovecharlo. Salí haciendo ‘la
de Berni’ y en el primer kilómetro ya estaba en un vagón para el que no podía
permitirme el billete, con la suerte de que el revisor no llegó hasta el último
kilómetro. Aquí me concentré en que sufrir iba a ser la diferencia entre un
tiempo decente y un tiempazo, eligiendo lo segundo. Acabé con una media de 3:35
el kilómetro y rozando el pódium de esa forma tan suave en la que solo quieres
que llegue el próximo entrenamiento.
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