lunes, 17 de noviembre de 2014

CRÓNICA DE UNA TRILOGÍA ANUNCIADA por Dani F.

Los días en que las iba a correr, estas carreras dejaron de latir, pidiendo a golpes salírseme del pecho.

En la primera de ellas, un diez mil urbano organizado por la cofradía del Ecce-Homo, madrugué tanto el dos de noviembre que casi me despierto en octubre, me dio tiempo a preparar cada mínimo detalle. A la sexta o séptima vez que repasé que lo llevara todo me di cuenta de que solo faltaba yo mismo pero bueno, todos nos dejamos algo insignificante en casa el día de la carrera.

Nada más llegar me uní a una de las parejas más en forma del club: Fran y Sabrina, cronistas de pro y, a la postre, carne de pódium. Hicimos el típico calentamiento en el que la mitad de corredores evalúan a sus posibles rivales y, la otra mitad, un posible wc.

De la carrera en sí recuerdo caras conocidas y amigas en casi todas las calles intentando darme unas fuerzas que no encontraba en mis piernas. Pese a ellas y a no ser el circuito todo lo llano que esperaba hice mi mejor 10k hasta la fecha, en unos todavía muy mejorables 39:45.




Y, de pronto, una semana un poco más dura de lo normal después, llegó el día de la Ori-Muela, una de esas carreras que te quitan las ganas de volver a hacerlas durante cinco días y te pasas los otros trescientos sesenta deseando volver a correrla.

Inexplicablemente pasé las veinticuatro horas pre-carrera más tranquilas que recuerdo, probablemente conocer cada hierbajo y saber que no me encontraba en condiciones de acercarme a mi mejor tiempo me ayudó a tomarme la carrera -como James Bond los Martini- agitada, no removida.

Llegamos Rafa y yo con tiempo para hacer un poco de piña con el resto de pasiqueros y calentamos un rato junto a Javi hasta que, sin darme cuenta cómo, ya estaba dentro de un pelotón más inquieto que en carreras llanas. La salida siempre es la parte más difícil, durante un kilómetro la gran mayoría sale en estampida para llegar en la mejor posición posible al inicio de la subida a la cruz. Con las primeras rampas me vienen a la mente míticos finales en alto de las grandes carreras ciclistas por cómo se hace mil pedazos el pelotón.


Y ahí estaba yo, en uno de los primeros cuarenta pedazos, locura que pagué en mis rampas favoritas. Y aunque los ánimos eran constantes, no era mi día. Acabé en 31:15, a más de dos minutos de mi mejor marca. 

Lo mejor de la mañana fue la bajada medio suicida que me brindé, como un niño lanzándose de cabeza en los donuts del Aquapark. Y sobre todo el compartir con varios amigos risas y un buen bocadillo en el polideportivo de Montepinar.


El siguiente domingo fue el turno de “Con diabetes se puede”, casi cinco kilómetros con salida y meta en la glorieta Gabriel Miró. El día antes, quién sabe cómo ni por qué, me sentí como un toro, lo que me produjo una inesperada ilusión por hacer buena carrera -con sus correspondientes horas en vela-.
Por la mañana me costó un poco pero volví a encontrar las sensaciones. Ya con ellas y sumado al ánimo de los más de treinta pasiqueros que nos juntamos, empezó lo bueno.


Todas las “tácticas de carrera”, ritmos previstos y ataduras iniciales se me soltaron a los quince metros, me encontraba bien e iba a aprovecharlo. Salí haciendo ‘la de Berni’ y en el primer kilómetro ya estaba en un vagón para el que no podía permitirme el billete, con la suerte de que el revisor no llegó hasta el último kilómetro. Aquí me concentré en que sufrir iba a ser la diferencia entre un tiempo decente y un tiempazo, eligiendo lo segundo. Acabé con una media de 3:35 el kilómetro y rozando el pódium de esa forma tan suave en la que solo quieres que llegue el próximo entrenamiento.




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