Desde pequeña destacaba en clase de gimnasia. Mi padre fue
pionero en su época en carreras de media maratón y maratones, y mi hermano se
inclinó por las competiciones de ciclismo cuando era juvenil.
Sin embargo, en su momento, yo no seguí el ejemplo de
ninguno de los dos. Salía a trotar de vez en cuando, competí en frontenis y mi
primer contacto con una bicicleta de carretera fue después de terminar la universidad. Una BH con los
cambios en el cuadro, vamos, un hierro, que un amigo de mi hermano me dejó por
un módico precio. Creo que aguantó un año. Aquéllos con los que nos cruzábamos
me miraban con extrañeza, por ser chica y por ir con esa “bicicleta”. Por aquel
entonces mi hermano empezó a competir en triatlón, disciplina que al final
abandonó por una lesión de cadera. Yo pensaba que estaba medio loco cuando lo
veía entrenar las transiciones. También en esa época mejoró mi natación, sólo sabía nadar con la cabeza
fuera del agua. Mi compañera de trabajo se empeñó en que quería sacar el título
de socorrismo y el de monitora de natación, y tanto insistió que me convenció.
Al echar la vista atrás, me da la risa, porque en el curso de monitor de
natación, pedían para presentarte, saber nadar los cuatro estilos, y la
verdad, mi estilo era, digamos, bastante
particular.
De nuevo una compañera de mi hermano quería vender su bici,
y de rebote la terminé comprando, sin tener muy claro que fuera a salir con
ella. En el 2009, por casualidad, probamos un triatlón de promoción; y sin
darme cuenta acabé metiéndome en el mundillo. En 2012, fui con la Selección de
Murcia al Campeonato de España de Duatlón por Autonomías. Era mi primera vez,
entre asiduas representantes. Y en una conversación me decían: “empiezas ahora,
¿no?, ¿de qué deporte vienes?…”; no se creían que tuviera 36 añitos: pues sí, he empezado un poco “tarde”
y venir, venir, no vengo de ningún deporte.
Llevo dos años obligada a hacer parones en los
entrenamientos por motivos varios. Este año apenas he competido.
El otro día, después de dos meses, volví a montar en la
bici. He de confesar que regresé a casa
con alguna lagrimilla de rabia, por ver cómo lo que antes era un simple paseo
de 45 km en llano, ahora me había costado completar. Ese dolor de piernas, ver
cómo no tienes nada que dar.
Y al día siguiente, estoy otra vez encima de la bici. Por
sorprendente que parezca, esos momentos de sufrimiento son para mí grandes
momentos de felicidad. Sentir el aire encima de la bici, hace que los problemas
se desvanezcan y el corazón se sienta libre.
Por otra parte, ahora
mi padre está jubilado y he pasado unos días en la casita que tiene en La
Canalosa. Desde el Sant Juri, me señala todos los montes de alrededor. Veo en
sus ojos el amor que siente por la montaña y que sin duda me ha transmitido. En
la bajada los pies me piden volver a correr… ¡qué bien!
Y todo esto me lleva a concluir: ¡qué bonito es darte cuenta
que amas algo! y ¡qué bueno es poder aferrarte a ello para seguir adelante!
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